Estación terminal

Desde este martes 10, y hasta el 6 de octubre, la fotógrafa Paz Errázuriz expondrá en el Museo de Bellas Artes su trabajo Los nómadas del mar. La muestra es un registro limpio y certero de los últimos alacalufes, un grupo humano que aguarda en el borde del mundo -en la Patagonia- su irremediable extinción. La autora, en un gesto también extremo, rescata a esos rostros de la muerte.

Catalina Mena

El frágil equilibrio entre distancia y proximidad: la apuesta de Paz Errázuriz

Lo primero fue el deseo de vagancia salir a callejear por Santiago. Luego, reconocer los trazados que segmentan a la ciudad y que imponen un aislamiento de cuerpos e identidades. Después, sentir esas marcas como cicatrices, internarse en ellas, atravesarlas, perderse casi, pero al final rescatarse de allí con una foto en la mano.

Paz Errázuriz lleva tiempo en esto, aunque no sabe muy bien cómo ni cuándo comenzó su vehemente operación de sabotaje. Quizá nació de la urgencia de saldar antiguas cuentas con oscuras fantasías enquistadas desde la imaginación temprana, cuando de chica paseaba de la mano de algún familiar adulto y se detenía a mirar a un borracho andrajoso en la vereda o a unas gitanas coloridas, sucias y fascinantes. Pero le pegaban un tirón de orejas. "Eso no se mira", era la intrigante sentencia.

Lo cierto es que ya en los inicios de la dictadura, hace 20 años, Errázuriz andaba transgrediendo las marcaciones que normaban la mirada. El primero de sus trabajos se llamó Los durmientes, una serie de fotografías en las que aparecían bultos humanos durmiendo en plena calle: vestigios Emiliana Carreño inevitables del desorden, huellas molestas que los aseadores municipales no habían podido retirar de la vía pública.

Entonces la fotógrafa salió a buscar esos otros cuerpos, los que sí habían sido retirados de circulación: mundos y lugares cercados bajo el decreto de lo indigno y, por ello, intolerable: gente que no podía ser mirada cara a cara sin la mediación patética de una curiosidad morbosa o de un discurso lastimero sospechosamente caritativo. Errázuriz se metió en prostíbulos de travestis, en un barrio de ciegos de Gran Avenida, en tanguerías periféricas, en carpas de circos pobres, en las casas de unas gitanas de La Palmilla, en asilos de ancianos, en el maninicomio de Putaendo, en gimnasios de boxeadores: zonas de desamparo social o mental que la estética oficial desearía borrar del mapa.

Escenario invisible

En el trasfondo de las imágenes de Paz Errázuriz late un tiempo muy anterior a la toma, durante el cual se ha tejido, fuera de cuadro, el escenario invisible en el que los modelos han aceptado posar para ella. Esa foto, ese retrato en blanco y negro, ese encuadre frontal que llega intacto al papel, revela, y al mismo tiempo oculta, la historia de un intercambio de afectos en la que los dos, fotógrafa y fotografiado, han dejado y tomado algo.

María Luisa Renchi

Errázuriz no quiere transmitir una proximidad que sólo sea apariencia, pero tampoco pretende confundirse con sus fotografiados. Elige, entonces, ser la virtuosa equilibrista que se mantiene en el punto más tenso entre la cercanía y la distancia. Se resiste a jugar el papel de una observadora omnisciente que, desde un lugar privilegiado, examina a unos especímenes raros. Más bien, sabe que al interior de esos recintos ella es la única extraña. Casi siempre llega allí luego de conversaciones en la calle o en algún otro terreno neutral y, cuando entra, lo hace como una visita que procura no importunar a nadie. La invitan a pasar, se sienta, charla, se fuma un cigarrillo y vuelve otro día. Y, así, varias veces, respetando tiempos y silencios. Va al norte de gira con unos pugilistas, asiste a un matrimonio de gitanas, toma té en el cuarto de un prostíbulo, duerme en la pieza de un manicomio, hasta que surge el momento de afecto: ya conoce de memoria las apasionantes biografías que atravesarán su lente de ojo a ojo.

Más allá de la indiscutida calidad de su obra, y pese a su declarada incomodidad respecto a las estrategias de consagración artística, Paz Errázuriz exhibe una trayectoria expositiva y de publicaciones que la confirma como una de las figuras más productivas y coherentes de la fotografía chilena. Desde 1980 ha participado en más de 40 exposiciones, entre individuales y colectivas, dentro y fuera de Chile; dos veces ha estado en la Bienal de La Habana; ha sido jurado del Gran Premio de Fotografía de la Casa de las Américas; ha elaborado cinco libros; ha obtenido las becas Guggenheim, Fulbright, Andes y Fondart; e intelectuales como Enrique Lihn, Adriana Valdés, Diamela Eltit y Nelly Richard han ensayado textos notables sobre su obra.

CHOLGAS Y CHORITOS

Los nómadas del mar, exposición que se inaugura este martes 10 en el Museo de Bellas Artes, es la duodécima muestra individual de Paz Errázuriz. Se trata de 30 fotografías y 15 serigrafías de gran formato, cuyas imágenes provienen de un trabajo realizado en la Patagonia en torno a los últimos alacalufes, únicos sobrevivientes entre las tres etnias de fueguinos que han habitado el extremo sur de Chile.

La fotógrafa llegó a estos paisajes terminales con el propósito de encontrarse con un pequeño grupo de seres humanos para quienes la extinción es un horizonte cotidiano. Son 26 o 27, dispersos entre Puerto Natales, Punta Arenas y la isla Wellington, en Puerto Edén. Esta isla es el punto desde el cual muchos de ellos emigraron en busca de fantasmagóricas oportunidades, pero acabaron enfermos y ferozmente desamparados en la población más pobre de un suburbio de Puerto Natales. Algunos se hospedan hoy en precarias casitas prefabricadas que les regaló el gobierno belga, esperando que, antes de la muerte, arriben unas míticas pensiones de gracia que les prometió Pedro Aguirre Cerda. Desde que Errázuriz comenzó su trabajo, ya han desaparecido tres. Uno murió intoxicado el día anterior a una presupuestada toma fotográfica.

Ester Edén Wellington

El desprecio es la forma oculta de la incomprensión que victimiza a los alacalufes. Tienen fama de flojos y pedigüeños, porque recibían limosnas, ropas y restos de comida que les lanzaban desde los barcos que pasaban por Puerto Edén. Su antigua tradición de navegantes y recolectores del mar está ahora reducida a una miserable captura de cholgas y choritos. Hace poco, un arqueólogo estadounidense quiso conocer las "exóticas" tradiciones culturales de estos indios sureños, pero luego, al enterarse de que no quedaban ni las ruinas de sus legendarias canoas desistió de su ingenuo entusiasmo.

Los últimos alacalufes andan deambulando por los puertos con una precaria artesanía y ya han perdido sus nombres ancestrales. Cumpliendo con su deber de entregarles carnet de identidad, el Registro Civil les puso apellidos como Alessandri, por los ex presidentes; Baker o Messier, por dos canales de la zona; o Wellington, en honor a la isla. Como esas señas no calzan con las familias, hay hermanos que tienen apellidos diferentes. Sus edades son, asimismo, invento de algún funcionario público; hay viejos en cuyos documentos aparece una fecha de nacimiento reciente y jóvenes que datan casi de comienzos de siglo. El idioma étnico sólo es patrimonio de un par de ancianos, pero el castellano también es para ellos un idioma extranjero, y a todos los que no pertenecen a su raza les dicen chilenos .

Varios fueron los viajes a la Patagonia que realizó Paz Errázuriz. Primero, en busca de Fresia Alessandri, una anciana que ha logrado resistir las embestidas del frío y la soledad y que parece ser la única depositaria de la memoria cultural alacalufe. Luego de atravesar mares tumultuosos bajo cielos terroríficos, finalmente la encontró en el anca de un caballo, en medio de un bosque. La fotógrafa le habló de su proyecto, pero a la vieja no le importaron sus miles de kilómetros recorridos para llegar a ese momento. "Foto no", fue su respuesta. Errázuriz no insistió. Volvió varias veces durante tres años consecutivos; fumaron cigarrillos y hablaron de todo un poco, hasta que se ganó su esquiva confianza. A través de ella y de otros informantes, pudo entonces reconstituir al grupo de aquellos que según los mismos alacalufes eran los "puros", y consiguió fotografiar a algunos. De todos modos la información es incierta: ni los libros ni el Museo de Arte Precolombino ni los estudiosos del tema pueden llenar los abismantes vacíos de su memoria genética.

Yolanda Messier

Excluidos de la historia y de las políticas sociales, dejados de la mano de Dios y lanzados a la inercia de su fatalidad, los habitantes del fin del mundo son una dudosa ficción hecha pedazos que a cada rato se desmoronan. Hubo instantes en que Paz Errázuriz pensó que todo era una alucinación de ella, que en realidad los alacalufes no existían.

La exposición Los nómadas del mar introduce dos elementos nuevos respecto a los trabajos anteriores de la autora. El primero son cinco fotografías de paisajes cuya inclusión Errázuriz estimó necesaria para dar cuenta de ese teatro terminal en el cual la extinción actúa sus últimas escenas; unos parajes que ella percibe aterradores de una violencia análoga a la poética de su registro fotográfico.

El segundo elemento son las serigrafías de gran tamaño. Estas imágenes gigantes permiten a la fotógrafa distanciarse del documento mediante una modificación del modelo -que aparece amplificado más allá de su formato real- y, de este modo advertir que su registro no obedece al imperativo de la verosimilitud ortodoxa, sino que pasa por la subjetividad de la mirada. Por otra parte, el procedimiento serigráfico está basado en un sistema de impresión que se realiza a través de una malla, una especie de colador. Esta mediación sirve a la autora como metáfora crítica que denuncia la mirada reductora de la trama antropológica, experta en traducir lo intraducible a un estereotipo exótico.

Desobediencia obsesiva

En las imágenes de Paz Errázuriz no hay truco dramático: no es preciso recurrir al artificio para defender la nobleza del modelo. La mirada de la fotógrafa apuesta por esos rostros como si la posibilidad de restituir su belleza estuviera asegurada por el solo gesto de registrarlos. Su falta de pretensión es también un modo de borrarse como autora y quedar del otro lado: intercambiar condiciones para que ahora aparezcan aquellos que antes del disparo fotográfico habían sido borrados.

Alberto Achacaz y Margarita Molinari

Es este equiliblio delicado entre distancia y proximidad lo que cifra el valor diferencial de la obra de Paz Errázuriz y la singularidad de su antiefectismo. Su posición la deja a salvo del documental paternalista y, al mismo tiempo, la resguarda de la trampa expresionista.

Las fotografías de Errázuriz son síntoma de una desobediencia obsesiva. Siempre y porfiadamente ella está poniendo en circulación lo que la modernidad insiste en retirar. Su rebeldía no sólo tiene que ver con lugares y personas, sino también con géneros y estéticas. En plena euforia tecnológica, la fotógrafa persevera en el blanco y negro, no usa lentes especiales ni manipula la imagen, pues no le interesa competir en la histeria de lo novedoso.

Cuando el retrato como género parece pasado de moda Errázuriz se queda allí, con esos rostros frontales, indiferentes a la seducción. No se deja arrastrar por las visualidades publicitarias ni pretende divertir con el encuadre. Tampoco le importa lo desagradables que puedan resultar esas caras deformadas por el abandono, porque el viejo, el travesti, la prostituta, el boxeador, el loco, el enfermo o el despojado no son sino versiones posibles para un autorretrato. Mirarse en esos rostros es penetrar en la ilusión de los espejos infinitos.

© Revista Hoy N° 998, del 9 al 15 de septiembre de 1996


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